Fue el historiador francés Pierre Nora quien, en la década de los ochenta del siglo pasado, más y mejor insistió en la importancia de los “lugares de memoria” como espacios en los que se encarnan y presentan aquellos hechos que no formaron parte de la historia oficial y que, por ende, quedaron ocultos y al margen de las páginas de los libros de texto. Aunque inicialmente pensada para la configuración de la identidad nacional francesa, la expresión ha cobrado tal fortuna que se ha extendido para hacer referencia a los lugares de memoria democrática y colectiva.
Desde entonces, las políticas de memoria han reservado un papel destacado a la rememoración y dignificación de estos lugares vinculados a la represión y a la vulneración de derechos humanos. Monumentos, estatuas, placas conmemorativas o simples leyendas son colocados, a modo de señalización y dignificación pública, en esos espacios cargados de tragedia, olvido, injusticia y, por tanto, simbolismo.
En el Estado español, la ausencia de una política pública de memoria democrática por parte de los sucesivos gobiernos centrales ha llevado a que estos lugares se hayan significado y dignificado fundamentalmente en el ámbito local y autonómico. Y, en muchos casos, gracias a la iniciativa de grupos memorialistas y asociaciones de víctimas. A sus integrantes debemos la puesta en valor de estas rutas, concebidas como auténticos lugares de memoria democrática y colectiva que hasta entonces habían permanecido ocultos para la ciudadanía y que a futuro no pueden dejar de formar parte de nuestro imaginario colectivo como sociedad democrática y garante de los derechos humanos.
Las rutas de la memoria responden simultáneamente a dos objetivos que toda política de reparación a las víctimas de graves violaciones de derechos humanos debe perseguir. Por un lado, el conocimiento y difusión de la verdad, de lo sucedido y acallado en ese pasado violento que ahora busca salir a la luz; un conocimiento imprescindible para conseguir esa justicia que ponga fin a la impunidad de la dictadura franquista y sus verdugos. Por otro, la reparación a las víctimas; en este caso, la reparación de carácter moral que supone publicar y socializar nombres, lugares y circunstancias en que se produjo su represión.
Además, todo ello presidido siempre por una mirada profundamente pedagógica. Solo cuando las generaciones que no conocieron el horror pero sí el olvido estudien estas rutas, paseen por sus lugares señalados, se las enseñen a sus descendientes o, simplemente, hablen de ellas como de sitios a los que visitar para aprender, podremos empezar a sentar las bases para construir una identidad colectiva referenciada en los valores republicanos, por cuya defensa fue perseguida y masacrada una buena parte de la población durante la dictadura franquista.
Entre tanto, las rutas de la memoria son lugares que golpean en nuestras conciencias y nos interrogan en nuestra condición de personas demócratas y defensoras de los derechos humanos. Nos recuerdan que las víctimas no solo son las que puedan encontrarse bajo el suelo que pisamos, o sus familiares, sino que tal condición alcanza a todos. A nadie le puede ser ajeno lo allí sucedido. De ahí que su visita sea inquietante e incluso perturbadora. Pero por eso mismo resulta imprescindible.
Rafael Escudero Alday es profesor de Filosofía del derecho. Universidad Carlos III de Madrid
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