Las familias con un capital cultural más elevado pueden permitirse este sistema de enseñanza, que resulta difícil para las que cuentan con menos recursos. No se trata solo de poder pagar una academia de Inglés al chico rezagado o un campamento en Irlanda a la alumna aventajada, sino de que por las tardes hay adolescentes que tienen que cuidar de sus hermanos pequeños o preparar la cena para los padres que terminan tarde su jornada laboral y, además, estudiar y hacer deberes. No es lo mismo hacerlos en un cuarto propio, con buena luz, con libros de consulta y conexión rápida de internet, que buscarse espacio en la cocina o en el salón, con la televisión a tope, los juguetes tirados y la abuela hablando en el sofá.
Tampoco es lo mismo ser 37 que 30 alumnos en Bachillerato. No tiene las mismas facilidades para implementar nuevas metodologías la profesora que cuenta con más recursos que la que llega a clase y tiene que usar su teléfono móvil como módem, porque vuelve a fallar la conexión a internet. No están igual de motivados los docentes que cuentan con un destino definitivo, donde conocen la zona y a su alumnado, que los interinos que saben que van a aterrizar en un centro nuevo cada trimestre y, si hay suerte, cobrar durante los meses de verano.
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