“Los judíos mueren en Europa y se los entierra como a perros”. Con esta frase terminaba Hannah Arendt la carta en la que comunicaba a Gerhard Scholem la muerte de Walter Benjamin el 26 de septiembre de 1940. Perseguido por la Gestapo y convencido de que las autoridades franquistas le entregarían a los nazis, Benjamin se quitó la vida en el fronterizo pueblo de Portbou. Meses después, la propia Arendt buscó en vano su tumba: “No se podía encontrar –le dijo de nuevo a Scholem–, en ninguna parte ponía su nombre. El cementerio da a una pequeña bahía, directamente al Mediterráneo, está esculpido en terrazas de piedra; en aquellos pedrizos también se meten los ataúdes”. Lo sobrecogedor del lugar (donde hoy se erige un monumento en recuerdo de Benjamin) le hizo afirmar a Arendt que se trataba de uno de los lugares más fantásticos y hermosos que había visto en su vida.
Con el símil de los perros y su lamento ante “la (no) tumba” de Benjamin, Arendt trae a colación los elementos que vertebran el concepto de memoria histórica: el olvido y la impunidad ante graves violaciones de derechos humanos. No es de extrañar que sea así, dado que este concepto bebe directamente de experiencias como las sufridas por Benjamin y las víctimas del holocausto. Tampoco es casual, entonces, que fueran autores como Theodor Adorno (de padre judío, exiliado en 1934 primero a Inglaterra y después a Estados Unidos), Maurice Halbwachs (deportado a Buchenwald en 1945, donde murió de disentería) o el propio Benjamin sus “padres teóricos”.
Mediante el concepto de memoria histórica se hace referencia a la necesidad de hacer público un pasado que, por su carácter violento, quedó al margen de la historia oficial escrita por los causantes de tal violencia. Un pasado que nunca formó parte de los libros de historia, pero que pervivió en la memoria de los que lo sufrieron. Estos no solo lo preservaron, sino que lo transmitieron -con frecuencia de forma oral- de generación en generación, al objeto de que no quedara borrado (e impune) de forma definitiva. De ahí que, frente a quienes siguen obstinados en negar validez epistemológica a la memoria y a las fuentes orales, estas resulten imprescindibles para la reconstrucción del pasado.
Máxime en el caso español. La brutal represión ejercida por la dictadura franquista y el desprecio que merecieron las víctimas por parte del régimen constitucional nacido en 1978 hizo que estas no solo fueran enterradas como perros, sino también profundamente olvidadas. El olvido es lo que hace surgir la reivindicación de la memoria histórica. Sin su concurso, nuestra historia quedaría incompleta. De hecho, todavía lo es, dado que desgraciadamente hoy son muchos los aspectos de ese pasado que permanecen sin esclarecer.
La memoria cumple una función política, por supuesto. Una función que bien puede traducirse en derechos. Por un lado, el derecho (individual) de las víctimas de ese pasado violento a ser reconocidas como tales por el Estado y, en consecuencia, a ser reparadas de forma integral (la conocida fórmula de verdad, justicia y reparación goza de consenso internacional a este respecto). Por otro, el derecho (colectivo) de toda la sociedad de conocer ese pasado para que forme parte de nuestro imaginario y nuestros referentes como ciudadanía democrática y garantista. De ahí la necesidad de trascender a las víctimas concretas y extender ese derecho a toda la sociedad. Políticas educativas, culturales y garantizadoras de la no repetición darían respuesta a este derecho colectivo a la memoria.
Es el olvido al que se vieron abocadas tanto las víctimas como los ideales republicanos por los que fueron victimizadas el que justifica las políticas de memoria. Aun cuando la apelación a la memoria goce de vis atractiva (como sucede con todos los conceptos relativos a los derechos humanos), esta no debería traerse a colación en contextos en los que víctimas de graves violaciones de derechos humanos han sido reparadas de forma integral. En España este es el caso de las víctimas del terrorismo etarra: han sido justa y adecuadamente reparadas, su sufrimiento sí está en los libros de historia y sus victimarios no han quedado impunes. Su situación no merita una apelación al concepto de memoria histórica, a diferencia de la de las víctimas del franquismo. Precisamente por ser radicalmente distinta su situación en términos de olvido e impunidad, el tratamiento legal e institucional de ambas categorías debiera ser diferente (aun cuando haya medidas que deban aplicarse por igual a todas). De no ser así, se corre el riesgo de volver a invisibilizar a las víctimas del franquismo bajo el recurso a una categoría superior en la que quepan junto a las del terrorismo (por ejemplo, la de víctimas de graves violaciones de derechos humanos).
Reivindicar la memoria histórica es, asimismo, una toma de posición. La memoria es siempre de parte. De parte de las víctimas, sí, pero también de los valores cuya defensa encarnaron y por los que –recuérdese– fueron victimizadas. Por eso en España a la memoria frecuentemente se la califica de “memoria democrática”. Ahora que la cuestión de las víctimas ha vuelto al Parlamento, sería conveniente que se aprobara una ley integral de memoria democrática, que acabara con la equidistancia que, con mayor o menor intensidad, ha presidido el tratamiento de este tema desde la llamada transición a la democracia. Las políticas de memoria deben dirigirse a las víctimas del franquismo y no ser un instrumento para repartir por igual homenajes, indemnizaciones, símbolos y, en definitiva, culpas.
Con esto llegamos al destino final de estas líneas: el valle de Cuelgamuros. Bienvenidas sean todas las medidas dirigidas a exhumar los restos del dictador de ese lugar –Patrimonio del Estado– de exaltación franquista. Pero el Real Decreto-Ley 10/2018, por el que se pone en marcha el procedimiento de exhumación, siembra algunas dudas y preocupaciones sobre el destino final de ese espacio. Para empezar, en su artículo único se continúa con la retórica propia de la transición al considerar a los allí enterrados (y, por extensión, a las víctimas de desapariciones forzadas) como fallecidos “a consecuencia de la Guerra Civil”. Esta afirmación esconde que la gran mayoría de esas víctimas lo fueron a consecuencia de represión política. Masacre, pura y dura, y no muertos en el campo de batalla. Otra vez, el olvido.
A ello se suma la declaración contenida en el preámbulo del Real Decreto-Ley, donde se recoge expresamente que el objetivo final es hacer del Valle de los Caídos un lugar de “homenaje igualitario a todas las víctimas”. Esto es una auténtica declaración de intenciones: por más que se saquen los restos del dictador y se pongan algunos carteles explicando lo allí sucedido, la idiosincrasia del lugar y su estatus final no variarán en demasía. Otra vez, la equidistancia.
Tiempo y oportunidades hay para modificar este rumbo. Pero si así se hiciera finalmente –y la competencia para ello recae en el Gobierno central–, que no se haga apelando a la memoria histórica, a la memoria democrática o al reconocimiento debido a las víctimas del franquismo. ¿Se le ocurriría a alguien hacer un monumento de “homenaje igualitario” a todas las personas fallecidas “a consecuencia de la Segunda Guerra Mundial”, donde se homenajeara por igual a Benjamin y a sus perseguidores de la Gestapo fallecidos en esos años? No, ¿verdad? Pues la misma lógica debería presidir el tratamiento de este lugar.
Rafael Escudero Alday es profesor titular de Filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid.
No estoy de acuerdo, mi anulo fue asesinado por la espalda y de forma cobarde por un grupo de republicanos en Guallchos, le dieron el paseíllo y tres lo asesinaron . Su cuerpo después lo montaron en un camión y lo llevaron a unos acantilados cercanos y lo tiraron al mar. Nunca más se supo de memoria alguna ni de su persona . Creo que no es decente aplicar solamente a las víctimas republicanas el derecho la memoria histórica y no a la cantidad de asesinados por parte de los republicanos que hubo en la parte nacional. Es indigno y encima una mentira histórica