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Lucía tiene una larga melena negra y unos ojos profundos. Viste chaqueta de cuero, botines y un pantalón con rayas en los laterales, tan de moda entre las adolescentes de hoy en día. Lleva una cámara de fotos colgada al cuello. Explora el lugar con discreción y observa a su padre. Están en un espacio solemne. El patio de un antiguo hospital cubierto por una cúpula transparente. Recuerda, por un momento, a la del parisino Museo del Louvre vista desde abajo. Hay unas cien sillas a un lado y otras cien sillas al otro. Al fondo, un escenario, un atril y dos pantallas. Hay también tres banderas repetidas: dos europeas, dos españolas y dos cántabras. Lucía tiene 13 años. Y es la única niña que va a asistir esta tarde a este acto histórico en España. Periodistas y cámaras llegan poco a poco al Parlamento de Cantabria, el lugar de la convocatoria. Clic, clic, clic. Lucía continúa con su reportaje particular. Un clic más. Acerca la cámara a un ojo, guiña el otro y capta el momento en que su padre está siendo entrevistado por una periodista de la EITB, la televisión pública vasca. Sobre cada asiento, reposa un papel fotocopiado que dice: «La memoria es dignidad». Es 10 de mayo de 2018. Hace una tarde agradable en Santander. 17 grados, despejado. Desde el cielo, la olas de la bahía parecen estáticas, es como si el tiempo viajara sobre un espacio detenido. El avión que me ha traído hasta aquí ha llegado 20 minutos antes de lo previsto.
Cada vez acude más gente. Hombres y mujeres mayores, de mediana edad, algunos más jóvenes. Lucía sigue siendo la única niña que está a punto de asistir a este acto histórico del que la ciudadanía en general no tendrá noticias. Ahora es ella la que posa, junto a su padre, su madre, sus tíos y sus tías para una foto solicitada por la prensa. Las dos primeras filas están reservadas para los familiares de quienes esta tarde van a ser homenajeados: se llaman Luis Montero, Luis Cobo y Juan Mañas. Lucía ocupa una silla de la segunda tanda y, en ese momento, entra al patio del Parlamento el presidente cántabro, Miguel Ángel Revilla (PRC). Saluda serio uno a uno, una a una, y se sienta en una esquina de la primera fila, sin hablar. El acto está a punto de comenzar. Carolina Hernáiz, portavoz de Desmemoriados, la asociación impulsora de lo que Lucía, su padre y el resto de familiares van a vivir en unos instantes, trae al presente con palabras justas un recuerdo de hace 37 años y da paso a la presidenta de la Cámara, Dolores Gorostiaga (PSOE):
«El día 7 de mayo de 1981 Luis Montero García, de 33 años, natural de Fuentes de San Esteban (Salamanca), y empleado de Fyesa en Boo de Guarnizo; Luis Cobo Mier, de 29 años, natural de Santander y empleado de Aceriasa en Nueva Montaña; y Juan Mañas Morales, de 24 años, natural de Pechina (Almería), y empleado de Feve en Santander; todos ellos residentes en Cantabria, inician un viaje en automóvil, propiedad de Luis Cobo, hasta la localidad de Pechina en Almería para acudir a la primera comunión del hermano de Juan, Francisco Javier Mañas Morales».
Lucía aparta la cámara de fotos de su rostro, coge su teléfono móvil y comienza a grabar el relato que hasta ese mismo momento no se ha escuchado en ninguna otra institución del Estado. Ese Francisco Javier Mañas Morales que acaba de nombrar la presidenta del Parlamento es su padre, el niño que iba a hacer la comunión. Juan Mañas Morales era su tío, uno de los tres jóvenes asesinados por varios agentes de la Guardia Civil tras ser identificados como etarras sin serlo. Es el conocido como caso Almería, un símbolo de la violencia en la Transición a cuyas víctimas la democracia aún no ha terminado de reparar. Hubo un juicio. Pero no se hizo justicia. La presidenta de la Cámara continúa leyendo con voz cercana:
«Esa noche pernoctan en Madrid en la casa que les ha prestado un amigo, y en la mañana del 8 de mayo continúan su viaje hacia la provincia de Almería. El mismo día 7 se produce en Madrid un atentado de ETA sobre el vehículo que transporta al general Valenzuela, jefe del Cuarto Militar del Rey, dejándolo muy malherido y acabando con la vida de los tres militares que lo acompañan. Las Fuerzas de Seguridad del Estado montan inmediatamente el habitual dispositivo de control y búsqueda de los presuntos responsables del atentado, que se relaciona inicialmente con José María Bereciartúa y José León Mazusta, acompañados por un tercer integrante del comando al que se conocía por Goyenechea Fradúa. Mientras tanto, en la segunda etapa de su viaje tras su salida de Madrid, los viajeros cántabros sufren una avería en el vehículo, que imposibilita su utilización posterior y les obliga a la búsqueda de un modo de transporte alternativo. Tras barajar el ferrocarril, se deciden por el alquiler de un coche en la localidad de Manzanares (Ciudad Real), con el que consiguen finalmente arribar a la casa familiar de Juan Mañas, en la provincia de Almería, en la madrugada del sábado 9 de mayo. Sin embargo, en la mañana de ese mismo sábado, un hombre con el que habían coincidido el día anterior en Alcázar de San Juan cree reconocer a los viajeros cántabros en las fotografías de los presuntos autores del atentado de Madrid que la prensa ha publicado, y lo comunica a la Guardia Civil, que monta un dispositivo de búsqueda, encabezado en Almería por el teniente coronel Carlos Castillo Quero, que localiza y detiene a los jóvenes el día 9 a las 9 de la noche en una tienda de regalos de Roquetas de Mar”.
Quien no conozca la historia, puede pensar fácilmente que es el guion de una película. Lucía continúa grabando con su teléfono, detrás del presidente de Cantabria, que continúa callado.
“Una vez identificados por los documentos que portaban, dado que Luis Cobo había dejado los datos de su documento de identidad para alquilar el coche con el que finalmente llegaron a Pechina el día de su detención, se inician múltiples actuaciones, tanto en Santander como en Almería, para contrastar su identidad según los documentos que portaban. Estas diligencias demostraban, sin duda alguna, que los detenidos no podían ser los autores del atentado. Sin embargo, hacia las 6 de la mañana del día 10 de mayo, aparecen los cuerpos de Luis Montero García, Luis Cobo Mier y Juan Mañas Morales dentro de los restos del vehículo alquilado, en un pequeño barranco de la carretera de Gérgal (Almería), calcinados, desmembrados y con múltiples balazos”.
Según una crónica publicada por El País dos días después, las fuentes de la Guardia Civil, “que en un principio ofrecieron información”, señalaban la posibilidad de que las víctimas fueran miembros de ETA. “Las últimas informaciones oficiales, facilitadas por el Ministerio del Interior, aseguran que los tres jóvenes muertos no tienen ninguna vinculación con esta organización terrorista, y de las mismas han desaparecido las alusiones al carácter de delincuentes comunes que, en algún momento, se llegaron a hacer en medios policiales”. No se oye ni un suspiro. El relato retumba entre las paredes de piedra del Parlamento este 10 de mayo de 2018:
«Sobre lo ocurrido en el periodo que media entre su detención y el hallazgo de sus cadáveres (aproximadamente nueve horas) no existe más allá de una versión oficial reconstruida por los mandos responsables de su secuestro y desaparición, que responsabilizó a los propios jóvenes (‘peligrosos terroristas’) de su muerte por un intento de fuga. Versión inverosímil que mantuvieron y aumentaron incluso cuando se conoció fehacientemente la verdadera y pacífica identidad de los asesinados. Según Darío Fernández, abogado de las familias de las víctimas, fue necesario hacer siete autopsias y multitud de pruebas periciales porque los primeros informes estaban manipulados para inculpar a los jóvenes como etarras, “lo cual fue la tónica general por parte de las defensas de los miembros de la Guardia Civil, que incurrió en un sinfín de contradicciones, y llegó a atribuir falsamente la propiedad de unas pistolas a las víctimas, o a menospreciar el testimonio de unos pescadores que acudieron a ayudar al ver el coche en llamas y pudieron ver la lata de gasolina con la que presuntamente le prendieron fuego. También se puso de manifiesto la desaparición de pruebas en Casa Fuertes, una fortaleza a donde las familias creen que fueron trasladados los detenidos en el transcurso de aquella aciaga noche para ser torturados”.
Al otro lado del presidente Revilla, en la otra tanda de asientos, el padre de Lucía escucha con atención lo que, en ese lugar solemne, una representante política está narrando. Es la historia que nadie le contó aquel 10 de mayo de 1981, cuando era un niño de ocho años que iba a hacer la comunión. En la sede del Parlamento cántabro, este niño de 8 años, hoy con 45, sube a un atril y dice: «Esto no fue un trágico error, sabían lo que querían hacer, un crimen organizado a sangre fría. La Administración olvidó a las familias, pero no a los asesinos, que incluso fueron indemnizados con dinero de los fondos reservados».
Una pantalla mantiene congelados los rostros de las tres víctimas. Juan Mañas, serio, con bigote y mirada profunda. Luis Montero, de cejas pobladas, con jersey de cuello alto y mirada hacia ninguna parte. Luis Cobo, con barba y mirada terminada en sonrisa. Son las fotografías con las que podemos imaginar cómo eran estos tres trabajadores. Son las caras que varios agentes de la Guardia Civil dijeron haber confundido con etarras.
«Desde que me di cuenta de que mi hermano y sus dos amigos no habían vuelto a casa, sabía que pasaba algo. Se montó un dispositivo de búsqueda con mis padres, amigos, gente del pueblo, en el hospital, policía, guardia civil, que nos trató fatal. Hice la comunión aquel mismo día. Sin mis padres. Cuando yo me enteré de lo que había pasado, mi hermano ya estaba enterrado. Fue muy duro. En ese momento se me hizo un nudo grandísimo, no supe cómo aceptarlo. Mi madurez fue prematura. Tuve que crecer con eso y hasta el día de hoy”, cuenta el niño ya grande, de mirada profunda como su hermano Juan, de mirada profunda como su hija Lucía, en esta tarde histórica en Santander que no copa portadas de periódicos.
Suena ahora la voz cálida y sentida del andaluz Carlos Cano.
Adónde están los brazos /
adónde están las piernas /
adónde están los gritos /
que el viento se llevó, /
en Casa Fuertes, amigo, /
perdidos en la arena, /
que como una bandera /
ardiendo levantó.
Es la banda sonora del documental que está preparando sobre los hechos la asociación Desmemoriados, una especie de David contra el olvido Goliat. Las imágenes del teaser van sucediéndose implacables. Recortes de periódicos, fotografías del entierro, Francisco Javier vestido de comunión con un crucifijo en la mano…
Si por Gérgal pasaras /
la curva de la muerte /
lleva claveles rojos /
y acuérdate de Juan /
y acuérdate de Cobo /
que nadie olvide nada /
que quien olvida paga /
acuérdate de Luis.
Escuchar el alma reivindicativa y justa de Carlos Cano, aguantar el nudo en la garganta y no derramar una sola lágrima se convierte en este momento en un triángulo imposible.
Plano de María Morales. Una mujer recia de 82 años. Es la madre de Juan Mañas. Su padre ya no vive. Ya no vive tampoco la madre de Luis Cobo. Ya no vive su padre. Ya no vive tampoco la madre de Luis Montero. Ya no vive su padre. «¿Es que usted se cree que los tenemos aquí para comérnoslos con patatas? Eso le dijo a mi marido la guardia civil, cuando fue a buscarlos”, cuenta en la cinta María. Ella, otra de tantas mujeres dedicada a sus labores, nunca ha salido de Andalucía. Nunca ha hecho los mil kilómetros al norte que Juan debería haber recorrido tras la comunión de Francisco Javier, junto a sus amigos. “Yo tenía el reloj [de mi hijo] y vino uno a por el reloj, un guardia, que si yo lo sé pues de mi casa no sale. Lo que pasa es que no sabíamos nada. Y se llevó el reloj, porque decía que el reloj era una bomba de los terroristas” […].
Yo también soy víctima. Estampas de la impunidad en la Transición
Atrapasueños, 2018
Olivia Carballar
El libro está dividido en cinco partes: la necesidad de hablar, la lucha, la supervivencia, los tiros y el silencio. E incluye, además del caso Almería (1981), las historias de María José Bravo del Valle, asesinada y violada en San Sebastián (1980); la matanza de trabajadores en Vitoria (1976), Sanfermines 78, los abogados de Atocha (1977), los crímenes de Manuel José García Caparrós en Málaga y Javier Fernández Quesada en Tenerife (1977) y la muerte del albañil sevillano Francisco Rodríguez Ledesma en 1978 meses después de recibir uno de los frecuentes tiros al aire en la Transición.
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